La orden era clara: 1.789 trabajadores de la Corporación Nacional de Electricidad (CNEL) debían devolver al Estado 79 millones de dólares, equivalentes a beneficios acumulados entre cuatro y cinco años.
La sentencia, emitida por la Corte Constitucional, no solo anuló la condonación colectiva que los empleados habían recibido legalmente, sino que les exigió un pago retroactivo. Lo que en papel parece un ajuste contable, en la realidad se tradujo en despidos, crisis familiares y, en al menos un caso confirmado, la muerte de un trabajador por el estrés financiero.

Jorge Sosa, defensor de derechos humanos y experto en el Sistema Interamericano, no duda en calificar la situación como una “vulneración masiva”. “El Estado convirtió a sus propios trabajadores en deudores de la noche a la mañana, sin considerar que muchos usaron esos recursos para créditos hipotecarios, tratamientos médicos o pensiones alimenticias”, explica.
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El conflicto tiene sus raíces en 2008, cuando la nueva Constitución prohibió la contratación colectiva en el sector público, pero dejó en un limbo jurídico a quienes, realizando labores de obrero, debían estar amparados por el Código de Trabajo. “El problema no es nuevo”, señala Sosa. “La Corte Constitucional tuvo 15 años para definir qué trabajadores del Estado son obreros y cuáles no, pero prefirió no hacerlo. Ahora, el resultado es este caos”.
En CNEL, por ejemplo, empleados que leen medidores, cortan suministros eléctricos o realizan mantenimiento en postes fueron clasificados como “servidores públicos”, negándoles derechos laborales básicos. “Si usted maneja un camión o repara cables, es obrero, no burócrata. Pero el Estado prefirió ignorar esa realidad para ahorrarse costos”, denuncia Sosa.

Los números fríos —79 millones, 1.789 afectados— esconden dramas personales. Uno de los trabajadores, cuyo nombre se reserva por seguridad, pidió un préstamo para tratar el cáncer de su esposa, confiando en que su salario, con los beneficios colectivos, le permitiría pagarlo. Ahora, con la sentencia, su deuda se ha vuelto impagable. Otro más, tras enterarse de que debía devolver el equivalente a tres años de sueldo, sufrió un infarto. No sobrevivió.
“Esto no es un simple error administrativo”, insiste Sosa. “Es una violación sistemática de derechos humanos. El Estado está obligando a familias enteras a elegir entre comer o pagar una deuda que nunca debió existir”.
Frente a la presión social, el gobierno ha creado una mesa técnica para negociar una “modulación” de los pagos, extendiendo el plazo de devolución hasta diez años. Sin embargo, Sosa ve esto como una solución temporal. “El verdadero problema es que la sentencia sienta un precedente peligroso. Si CNEL puede hacer esto, ¿qué impedirá que CNT o Petroecuador repitan el modelo?”.
De hecho, trabajadores de otras empresas públicas ya han comenzado a organizarse. Temen que, bajo el mismo argumento legal, sus beneficios sean los siguientes en desaparecer.
Ante la falta de soluciones internas, Sosa y su equipo preparan una demanda ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). “El Ecuador ha ratificado convenios de la OIT y pactos internacionales que protegen la contratación colectiva. Si la Corte Constitucional los ignoró, la comunidad internacional debe intervenir”, argumenta.
El caso podría llevar al Estado ecuatoriano a una disyuntiva: o rectifica su política laboral, o enfrenta sanciones y condenas por violar derechos humanos.
La sentencia contra CNEL no es solo un fallo legal cuestionable; es un síntoma de un sistema que prioriza el ajuste fiscal sobre la dignidad de las personas. Si el Estado puede romper contratos colectivos retroactivamente, ¿qué seguridad laboral queda? Mientras las familias afectadas esperan una solución, la pregunta sigue en el aire: ¿Hasta qué punto puede un gobierno vulnerar los derechos de sus ciudadanos en nombre del “interés público”?

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